8 nov 2012

Es demasiado tarde

La madre nos dejaba solos; y aunque hubiera sabido lo que pasaba,
habría cerrado los ojos para no perder la más vaga posibilidad de
subir con su hija a una esfera mucho más alta.

Una noche fuí allá dispuesto a romper, con visible malhumor, por lo
mismo. Inés corrió a abrazarme, pero se detuvo, bruscamente pálida.

-Qué tienes-me dijo.

-Nada-le respondí con sonrisa forzada, acariciándole la frente. Dejó
hacer, sin prestar atención a mi mano y mirándome insistemente. Al fin
apartó los ojos contraídos y entramos.

La madre vino, pero sintiendo cielo de tormenta, estuvo sólo un
momento y desapareció.

Romper, es palabra corta y fácil; pero comenzarlo...

Nos habíamos sentado y no hablábamos. Inés se inclinó, me apartó la
mano de la cara y me clavó los ojos, dolorosos de angustioso examen.

-¡Es evidente!...-murmuró.

-Qué-le pregunté fríamente.

La tranquilidad de mi mirada le hizo más daño que mi voz, y su rostro
se demudó:

-¡Que ya no me quieres!-articuló en una desesperada y lenta
oscilación de cabeza.

-Esta es la quincuagésima vez que dices lo mismo-respondí.

No podía darse respuesta más dura; pero yo tenía ya el comienzo.

Inés me miró un rato casi como a un extraño, y apartando bruscamente
mi mano y el cigarro, su voz se rompió:

-¡Esteban!

-Qué-torné a decirle.

Esta vez bastaba. Dejó lentamente mi mano y se reclinó atrás en el
sofá, manteniendo fijo en la lámpara su rostro lívido. Pero un momento
después su cara caía de costado bajo el brazo crispado al respaldo.

Pasó un rato aún. La injusticia de mi actitud-no veía más que
injusticia-acrecentaba el profundo disgusto de mí mismo. Por eso
cuando oí, o más bien sentí, que las lágrimas salían al fin, me
levanté con un violento chasquido de lengua.

-Yo creía que no íbamos a tener más escenas-le dije paseándome.

No me respondió, y agregué:

-Pero que sea ésta la última.

Sentí que las lágrimas se detenían, y bajo ellas me respondió un
momento después:

-Como quieras.

Pero en seguida cayó sollozando sobre el sofá:

-¡Pero qué te hecho! ¡qué te he hecho!

-¡Nada!--le respondí.-Pero yo tampoco te he hecho nada a ti... Creo
que estamos en el mismo caso. Estoy harto de estas cosas!

Mi voz era seguramente mucho más dura que mis palabras. Inés se
incorporó, y sosteniéndose en el brazo del sofá, repitió, helada:

-Como quieras.

Era una despedida. Yo iba a romper, y se me adelantaban. El amor
propio, el vil amor propio tocado a vivo, me hizo responder:

-Perfectamente... Me voy. Que seas más feliz... otra vez.

No comprendió, y me miró con extrañeza. Había cometido la primer
infamia; y como en esos casos, sentí el vértigo de enlodarme más aún.

-¡Es claro!-apoyé brutalmente-porque de mí no has tenido
queja...¿no?

Es decir: te hice el honor de ser tu amante, y debes estarme
agradecida.

Comprendió más mi sonrisa que las palabras, y salí a buscar mi
sombrero en el corredor, mientras que con un ¡ah!, su cuerpo y su alma
se desplomaban en la sala.

Entonces, en ese instante en que crucé la galería, sentí intensamente
cuánto la quería y lo que acababa de hacer. Aspiración de lujo,
matrimonio encumbrado, todo me resaltó como una llaga en mi propia
alma. Y yo, que me ofrecía en subasta a las mundanas feas con fortuna,
que me ponía en venta, acababa de cometer el acto más ultrajante, con
la mujer que nos ha querido demasiado... Flaqueza en el Monte de los
Olivos, o momento vil en un hombre que no lo es, llevan al mismo fin:
ansia de sacrificio, de reconquista más alta del propio valer. Y
luego, la inmensa sed de ternura, de borrar beso tras beso las
lágrimas de la mujer adorada, cuya primera sonrisa tras la herida que
le hemos causado, es la más bella luz que pueda inundar un corazón
de hombre.

¡Y concluído! No me era posible ante mí mismo volver a tomar lo que
acababa de ultrajar de ese modo: ya no era digno de ella, ni la
merecía más. Había enlodado en un segundo el amor más puro que hombre
alguno haya sentido sobre sí, y acababa de perder con Inés la
irreencontrable felicidad de poseer a quien nos ama entrañablemente.

Desesperado, humillado, crucé por delante de la puerta, y la vi echada
en el sofá, sollozando el alma entera sobre sus brazos. ¡Inés!
¡Perdida ya! Sentí más honda mi miseria ante su cuerpo, todo amor,
sacudido por los sollozos de su dicha muerta. Sin darme cuenta casi,
me detuve.

-¡Inés!-llamé.

Mi voz no era ya la de antes. Y ella debió notarlo bien, porque su
alma sintió, en aumento de sollozos, el desesperado llamado que le
hacía mi amor, esta vez sí, inmenso amor!

-No, no...-me respondió.-¡Es demasiado tarde!

* * * * *
Padilla se detuvo. Pocas veces he visto amargura más agotada y
tranquila que la de sus ojos cuando concluyó. Por mi parte, no podían
apartar de los míos aquella adorable belleza del palco, sollozando
sobre el sofá...

-Me creerá-reanudó Padilla-si le digo que en mis muchos insomnios
de soltero descontento de sí mismo, la tuve así ante mí... Salí de
Buenos Aires sin ver casi a nadie, y menos a mi flirt de gran
fortuna... Volví a los ocho años, y supe entonces que se había
casado, a los seis meses de haberme ido yo. Torné a alejarme, y hace
un mes regresé, bien tranquilizado ya, y en paz.

No había vuelto a verla. Era para mí como un primer amor, con todo el
encanto dignificante que un idilio virginal tiene para el hombre
hecho, que después amó cien veces... Si usted es querido alguna vez
como yo lo fuí, y ultraja como yo lo hice, comprenderá toda la pureza
viril que hay en mi recuerdo.

Hasta que una noche tropecé con ella. Sí, esa misma noche en el
teatro... Comprendí, al ver a su marido de opulenta fortuna, que se
había precipitado en el matrimonio, como yo al Ucayali... Pero al
verla otra vez, a veinte metros de mí, mirándome, sentí que en mi
alma, dormida en paz, surgía sangrando la desolación de haberla
perdido, como si no hubiera pasado un solo día de esos diez años.
¡Inés! Su hermosura, su mirada, única entre todas las mujeres, habían
sido mías bien mías, porque me habían sido entregadas con
adoración--también apreciará usted esto algún día.

Hice lo humanamente posible para olvidar, me rompí las muelas tratando
de concentrar todo mi pensamiento en la escena. Pero la prodigiosa
partitura de Wagner, ese grito de pasión enfermante, encendió en llama
viva lo que quería olvidar. En el segundo o tercer acto no pude más y
volví la cabeza. Ella también sufría la sugestión de Wagner, y me
miraba. ¡Inés, mi vida! Durante medio minuto su boca, sus manos,
estuvieron bajo mi boca, mis ojos, y durante ese tiempo ella concentró
en su palidez la sensación de esa dicha muerta hacia diez años. ¡Y
Tristán siempre, sus alaridos de pasión sobrehumana, sobre nuestra
felicidad yerta!

Salí entonces, atravesé las butacas como un sonámbulo, aproximándome a
ella sin verla, sin que me viera, como si durante diez años no hubiera
yo sido un miserable...

Y como diez años atrás, sufrí la alucinación de que llevaba mi
sombrero en la mano e iba a pasar delante de ella.

Pasé, la puerta del palco estaba abierta, y me detuve enloquecido.
Como diez antes sobre el sofá, ella, Inés, tendida en el diván del
antepalco, sollozaba la pasión de Wagner y su dicha deshecha.

¡Inés!... Sentí que el destino me colocaba en un momento decisivo.
¡Diez años!... ¿Pero habían pasado? ¡No, no, Inés mía!

Y como entonces, al ver su cuerpo todo amor, sacudido por los
sollozos, murmuré:

-¡Inés!

Y como diez años antes, los sollozos redoblaron, y como entonces me
respondió bajo sus brazos:

-No, no...¡Es demasiado tarde!...